Pero antes de desvelarte este secreto, déjame que te hable de una de mis alumnas para ponerte en contexto.
Se llama Olga y participó en la segunda edición de una de mis formaciones hace ya varios años. En ese momento ella ya tenía treinta y muchos.
Inteligente, responsable, alegre, capaz, con estudios superiores y con muchos amigos. Su vida, desde fuera, parecía relativamente sencilla y normal.
Pero, por dentro, se sentía bloqueada y perdida as hell.
Estudió Comunicación Audiovisual y trabajó durante muchos años “de lo suyo” sin conseguir prosperar, con un imponente síndrome del impostor y con la continua sensación de no estar segura de que estuviera dedicándose a lo que quería.
Esto provocó que, un tiempo después, empezara a cambiar de trabajo compulsivamente intentando encontrar algo que le hiciera sentir, que le llenara de satisfacción, que le diera sentido a todo.
Desgraciadamente y, como era de esperar, sin mucho éxito.
Pasó de trabajar en productoras y como freelance a elegir puestos no relacionados con su carrera que la mantuvieran ocupada para no tener que enfrentarse a la realidad de que no sabía qué quería hacer.
Trabajó en zapaterías, cines, tiendas de helados, como teleoperadora y hasta dibujando caricaturas.
Y, mientras, el tiempo seguía corriendo imparable.
Cuantas más horas trabajase, mejor. Cuanto más mecánicas y más duras físicamente fueran las tareas que tenía que realizar, mejor. Así, el tiempo que pasaba fuera del trabajo, estaba tan cansada que tenía la excusa perfecta para no pensar.
Para mantenerse anestesiada.
Su vida entró en un bucle de autocompasión tóxica y profunda insatisfacción vital. No tenía ilusiones ni sueños concretos.
Ni aspiraciones.